UN RASCACIELOS EN EL MAR

Siguiendo en la linea de la narración, Gianni Rodari tiene historias de todo tipo y hemos encontrado algunas que mirar al mar:

UN RASCACIELOS EN EL MAR

  

Es posible que nadie me crea, pero una noche vi, en Génova, un rascacielos salir del mar como un transatlántico. Estaba en la terraza del hotel mirando en dirección al puerto. Allí un transatlántico, alto como un rascacielos, iluminaba con sus miles de luces la multitud de mercantes, remolcadores y barcos de vapor.

Ululó una sirena, desde algún punto de aquella inmensa maraña de aparejos, chimeneas y oscuros e inmóviles cascos.
No se puede oír ese sonido sin desear partir para ver el mundo, sin salir al encuentro de la inmensidad del mar y del cielo. Es un deseo vehemente, que llena el cuerpo y el alma. Se siente incluso en los pies. Estaba a punto de decir, “en las raíces”. Dan ganas de arrancar las propias raíces  e ir a plantarse en algún otro lugar, lejos, muy lejos.
En Génova nunca he podido dormir tranquilo por la noche.
Por eso estaba en la terraza y la sirena llamaba, llamaba.
¿Los rascacielos tienen orejas para oír?. No lo sé, no me los preguntéis a mí. En la cima, justo en la cabeza, sobre el último piso, tienen un bosque las antenas de la televisión. Captan las ondas electromagnéticas. ¿Por qué no habrían de captar el reclamo de una sirena?
La sirena llamaba, llamaba….
El rascacielos se liberó de sus raíces.

¿Tienen raíces los rascacielos?. Me imagino que sí. Tienen que tenerlas. Quizás son las tuberías del agua y del gas, los cables eléctricos, los cables del teléfono: toda una maraña metálica que serpentea por dentro y por debajo de sus cimientos. De buenas a primeras creí que era el transatlántico. Una columna inmensa agujereada desordenadamente aquí y allá, a diversas alturas, por ventanas iluminadas, se deslizaba lenta y solemne sobre las profundas aguas, lejos de la costa. Miré mejor. El transatlántico siempre estaba en el mismo sitio. El rascacielos ya no dominaba  sobre los tejados de la ciudad. El gran pastor del cemento armado y cristal había abandonado su rebaño de casas .El rascacielos se hacía a la mar…
Quizás debería haber llamado al portero del hotel, o advertido a la policía, los bomberos, que se yo. En su lugar me quedé allí quieto, pegado a la barandilla, fascinado con el espectáculo.
Un rascacielos salió del puerto y se dirigía, o al menos así me los parecía, hacia la costa de Levante.
Pero casi al instante, con un amplio viraje, cambió de dirección hacia Poniente.
“ ¿Se irá a Francia?”, me pregunté. “ ¿Sin pasaporte?”.
Me entró la risa. Me imaginaba la lancha de los aduaneros persiguiendo al rascacielos, pidiéndole los documentos.
-      ¿Tiene algo que declarar?.¿Transporta mercancías valiosas?
-      Valiosísimas, diría: medio millar de personas dormidas, entre las cuales  había no pocos niños.
-      Lo sentimos: tenemos que hacer un registro a bordo.
-      Sí, pero no hagan ruido: en el piso quince hay un señor enfermo y acaba de coger el sueño hace un ratito. En el piso veinte hay un estudiante que prepara un examen difícil: vean si pueden convencerle para que deje los libros a un lado y duerma un poco. Lo primero es la salud, ¿ no les parece?.
-      En fin, paren las máquinas y déjenos subir.
-      -¿Qué máquinas?. Mire bien: solamente es la caldera de la calefacción.
-      ¡Párelas he dicho!
-      Tendría que tirar todos mis cables. ¿No saben que en el décimo piso esperan una llamada muy importante desde Nueva York? Estos genoveses son así: quíteles el gusto por trabajar a cualquier hora, y enseguida les vendrá, como poco, un dolor de garganta.
-      ¡ Alto! ¡Alto! ¡No puede dar marcha atrás!
-      ¿Qué no puedo? Esta sí que es buena. Eche un vistazo al cielo, por favor. No, por allí no, por la parte de levante. ¿Ve aquel cielo gris pálido de allí?
-      La noche está  a punto de tocar a su fin. Debo entrar de servicio antes de que llegue el lechero. Si se entera de que por la noche me voy a dar un paseo por el mar, antes de que acabe el día lo sabrá toda Génova. Tengo que tener cuidado, ¿saben?. Soy un rascacielos disciplinado y respetuoso. Al menos esa es la imagen que doy durante el día.
-      ¿Y de noche?
-      De  noche la cosa cambia. De noche me imagino que soy un transatlántico. Me imagino que parto de viaje, que me voy lejos…Nosotros los genoveses somos famosos por viajar a lugares remotos .¿Habéis oído hablar alguna vez de Cristóbal Colon?
El rascacielos estaba regresando al puerto, y navegaba, a ojo de buen cubero, a una velocidad de unos diez nudos.  Se ve que tenía prisa por recogerse enseguida.
Me agarré a la barandilla casi temiendo que alguien me llevase de allí: por nada del mundo me habría querido perder el espectáculo del rascacielos que volvía a su sitio sobre los cimientos, para esperar la llegada del lechero, del repartidor de periódicos y del panadero con la cesta llena de pan recién hecho.
De repente sonó el teléfono a mis espaldas, en la habitación.
_ ¿Diga?- dije mecánicamente, sin dejar mi puesto de observación.
El teléfono siguió sonando. Si no quería que se despertaran los vecinos  de la habitación del al lado, tenía que contestar. Corrí a levantar el auricular.
-      Buenos días, señor, son las seis.
El despertador. Maldición, yo mismo había pedido al conserje que me despertara a las seis. Y no es que me levante tan temprano. Pero me gusta leer una horita o dos en la cama, por la mañana, antes de empezar el día. Le di las gracias y volví corriendo a la terraza.
El rascacielos ya estaba en su sitio, dominando sobre la aglomeración de tejados y azoteas: Me guiño un ojo pícaramente, con una ventana que precisamente en aquel momento se encendió y se apagó. Seguro que alguien se había despertado, había echado un vistazo al despertador y había decidido que todavía le quedaba tiempo para echarse otro sueñecito.
En fin, no había visto nada.
El rascacielos estaba ahí como siempre: lo había visto, incluso en las postales de Génova. Dentro de poco, la vida correría de nuevo entre sus altísimos muros; ahora parecía dormitar, a la espera del alba.
Otra ventana se encendió y volvió a apagarse. ¿Era el rascacielos que me guiñaba un ojo, como un pícaro que me había engañado?
Nunca lo sabré

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